Lavandera en el Tajo. Ramón Gaya. 1961. Gouache-papel, 31x42 Lavandera. Ramón Gaya. 1962. Gouache sobre papel. 49 x 65 cm. Colección particular. Valencia Lavandera. Ramón Gaya. 1972. Óleo sobre lienzo. 35 x 39 cm. Colección particular. Barcelona
Autorretrato Al silencio No es consuelo, silencio, no es olvido lo que busco en tus manos como plumas; lo que quiero de ti no son las brumas, sino las certidumbres: lo perdido con toda su verdad, lo que escondido hoy descansa en tu seno, las espumas de mi propio sufrir, y hasta las sumas de las vidas y muertes que he vivido. No es tampoco el recuerdo lo que espero de tus manos delgadas, sino el clima donde pueda moverme entre mis penas. No esperar, mas tampoco el desespero. Hacer, sí, de mí mismo aquella sima en que pueda habitar como sin venas. Ramón Gaya (Murcia, 1910 – Valencia, 2005). Pintor y escritor. Doctor honoris causa por la Universidad de Murcia.
Texto publicado en PopMadrid el 28 de enero de 2007 Acabo de llegar de la fantástica exposición sobre las Misiones Pedaggicas del Conde Duque, y entre los diferentes documentos y piezas que se exhiben están varias de las copias de obras del Museo del Prado que Ramón Gaya hizo para el Museo del Pueblo, además […]
Ramón Gaya (1910-2005) Pasé a menudo por delante del edificio donde Ramón Gaya tenía su estudio en Valencia, lo hice también, en alguna ocasión, por el que mantenía en Roma, pero yo aún no sabía que en esas casas no cesaba de producirse el milagro que es la pintura de Gaya. Cuando lo supe, nada cambió más allá de mi arrobo: podéis imaginar que no era yo capaz de presentarme así, por las buenas, y decirle: “señor, le admiro”. ¡Y cuánto le admiraba vivo, cuánto le admiro! Tanto que, al empezar a escribir sobre este artista, me he dado cuenta de que no puedo encerrar en un solo texto la emoción que suscita en mí. Así que, ¿por dónde empezar? ¿Por sus homenajes a otros grandes artistas, por sus naturalezas tan vivas que es imposible llamarlas muertas, por sus retratos, sus paisajes….? ¿Por dónde? Por sus ciudades, decido de pronto. Empezaremos con sus ciudades y, en otro momento, nos regocijaremos con otras de sus obras: porque, os lo aseguro, hay una dicha incontenible en su arte. Ramón Gaya, Los jardines de Monforte en Valencia, 1976 He hablado de milagro porque es la palabra exacta. Todo en él es milagro: el cristal, la flor, la fruta, es estallido de luz, la carne es caricia, el sol, la lluvia, el cielo, el agua, son, como sus ciudades, lugares de donde no se quiere regresar. Hay un prodigio de sensualidad, profunda y delicada, en la obra de Gaya. Y hay prodigio, también, en la transmutación de las diversas técnicas pictóricas que utiliza, ese modo en que óleo, acuarela, gouache, pastel, se transfiguran y, a menudo, asombran al observador. Pero, si os parece, emprendamos ya el viaje con Ramón Gaya. Ramón Gaya, El Nilo, 1998 Gaya vivió exiliado en México durante muchos años. En 1952, visitó Europa y, a lo largo del año, estuvo en París, Venecia, Florencia y Roma. Fue solo el primero de una serie de retornos e incluso, como sucederá en el caso de Roma, de permanencias. Ramón Gaya, Merendero de Chapultepec, 1947 Ramón Gaya, Veracruz al atardecer, 1949 Ramón Gaya, El merendero por la mañana, 1949 Gaya, que como escritor es también asombroso, nos ofrece en sus libros reflexiones exactas y sugerentes sobre el arte, los artistas, las ciudades y lugares que visita. Sobre París, una ciudad que visitó también siendo muy joven, antes de la guerra y el exilio, las alusiones son, en la mayor parte de los casos, museísticas. París es arte, son museos, son exposiciones y es también mercado del arte, escaparate. Ramón Gaya, Hindú en el Louvre, 1958 En Montmartre, al atardecer -¡los atardeceres de Gaya!- irrumpe la nota íntima: “La noche no era allí algo que cae, sino que sube, que brota de la ciudad con una lentitud implacable, hambrienta, y percibí, de pronto, un silencio descomunal -un silencio que había olvidado-, un silencio tan grande que no excluye los ruidos, que no necesita excluir los ruidos, puesto que los rebasa y, más fuerte que ellos, parece como si los acogiera para demostrarnos que no son nadie”. Ramón Gaya, Desde Montmartre, 1953 En París pinta el Sena y a los pintores que lo pintan, pinta sus puentes. Los ríos –el Arno, el Tíber, el Sena, el Nilo- discurren con frecuencia por la sensibilidad y la obra de Gaya. Ramón Gaya, Otoño en París, 1956 Ramón Gaya, Invierno en París, 1956 Ramón Gaya, Pintores en el Sena Ramón Gaya, Puente en París, 1958 Ramón Gaya, Punta de La Cité, 1978 Italia es también el arte: ¿cómo podría ser de otra manera? Pero es, asimismo, el deslumbramiento, es Gaya en carne viva, es darse de cara con la realidad, una realidad que para los italianos, descubre entonces, por dura que sea “significará siempre un esplendor”. Es una realidad descarada, pura carne, como en Roma, puro espíritu, como en Florencia, pura alma, como en Venecia. “Pero ese descaro de lo real –nos cuenta, desde Venecia- iba a encontrarlo, después, en muchas otras cosas, en las plazas, en las ruinas, en las iglesias, en los cuadros; porque Italia, en definitiva, es eso: un atrevimiento”. Ramón Gaya, Castel Sant´Angelo, 1979 Ramón Gaya, Paraguas en el Puente de la Academia, 1955 Os cuento algo personal, acerca de la emoción que me produce este artista: Gaya consigue expresar no solo a través de su arte, algo para mí inaccesible, sino a través de sus palabras, mis sensaciones, mi modo de relacionarme con lo real. Consigue plasmar con su escritura lo que no alcanzo a expresar como hace él, y entonces callo, llena de gratitud. Ramón Gaya, La Pietá, Venecia, 1981 En la habitación de su hotel en Venecia, por ejemplo, penetra el sonido de las campanas, “un campaneo extenso, romo, limado, que no parecía sonido, que no era sonido, sino paisaje, carnosidad de paisaje, una carnosidad cegada, nacarada, marina, y todo el cuarto pareció llenarse, inundarse de exterior”. Al leerle, recuerdo otra habitación de otro hotel, en otra ciudad: un cuarto que el tañer de unas campanas colmó de música y, como dice, de exterior, de un paisaje carnal que me obligó a bailar. ¡Bailar campanas! “Yo no había venido a visitar esta ciudad, sino a tocarla”, escribe también, y al leer esas frases, exclamo: ¡exacto! Ramón Gaya, Venecia. San Giorgio desde la ventana, 1978 Ramón Gaya, Palazzo Ducale, 1953 Ante la Piazza y la Piazzeta, Gaya comprende que “esas dos plazas no eran láminas de arquitectura, lecciones, ejemplos secos, objetos de museo, sino dos seres vivos, dos seres que están allí, de pie, temerariamente, no para coincidir con nuestras leyes o nuestras razones, sino para sumarnos a su vida, para enamorarnos, para hechizarnos, para vencernos si fuera preciso”. Ramón Gaya, La Piazzeta, Venecia (San Marco y el Ducale), 1953 Ramón Gaya, La Piazzeta, Venecia (San Marco y el Ducale), 1953 De Roma, ya lo vimos cuando la visitamos en el otoño pasado, Gaya destaca su corporeidad, “muy cierta, incluso insolente”, una corporeidad que “no excluye misterio ni secreto interiores”. Ramón Gaya, Atardecer en el Foro, 1952 Ramón Gaya, Coliseo, 1956 Ramón Gaya, Atardecer romano, 1956 Ramón Gaya, El Foro con lluvia, 1956 Y añade: “Hay algo muy ciego en lo romano -puesto que es carne-, algo muy espeso, insensible, sin salida, sin salvación, o sea, como irremediablemente... feliz”. Ramón Gaya, El Palatino, 1958 Ramón Gaya, Circo Massimo, 1958 Ramón Gaya, El Tíber, 1971 El atardecer, el río. Tras contemplar el ocaso junto al Tíber, Gaya escribe: “Es inmensa; esta carnosa y sustanciosa belleza es siempre inmensa, descomunal; es casi como un monstruo, y claro, de una fuerza arrolladora, inundadora. Cuando la belleza pasa de no estar aún presente a estarlo ya, es decir, cuando nos topamos de cara con su ser, con su ser entero, de cuerpo entero, se diría que algo -algo que ignoramos- nos ha sucedido en nuestra carne o en nuestra... alma; no es propiamente que de no verla se pase de pronto a verla y nos pueda entonces sorprender, anonadar, asustar, enamorar, apasionar, aprisionar, sino como si de no estar todavía se pasara, más aún que a estar ella, a no estar nosotros, ya que casi nos borra, casi nos suprime. La belleza nos arrastra, diríamos, hacia una orilla extrema, última, de nosotros mismos, y nos deja allí, en ese borde difícil, como desprovistos y desasistidos, sin saber qué hacer, sin tener qué hacer”. Ramón Gaya, Los baños del Tíber, 1971 Gaya también nos acompañó en nuestro viaje a Florencia, ¿os acordáis? Ramón Gaya, Florencia desde Boboli Ramón Gaya, Florencia desde la ventana, 1994 “Hemos correteado, de pasmo en pasmo, todo el día. En Florencia, desde el primer momento, se percibe muy bien su voluntariedad y su laboriosidad magistrales. Estamos en pleno delirio de perfección; aquí todo ha sido llevado a cabo con una mezcla de inspirada osadía y ciencia pura –aunque flexible también–, una ciencia que supiera, en el momento justo, renunciar a su terquedad de ciencia y ceder a una especie de… gracia. El simple trazado de un púlpito, o de una cantoría, o de una cornisa, o de un pedestal, o de un pozo, viene a ser aquí, por una parte, como la imposición de una ley, y por otra, como el dibujo de un capricho, casi de una locura, aunque… armoniosa”. Ramón Gaya, Florencia desde la ventana, 1991 Y en Florencia, claro, el Arno, en Florencia sus puentes y, entre ellos, Ponte Vecchio. Ramón Gaya, Ponte Vecchio, 1962 Ramón Gaya, Ponte Vecchio, 1989 Ramón Gaya, En el Retiro, 1976 ¿Y España? Vuelve a ella por primera vez en 1960: concluye así su exilio mexicano. A partir de ese momento, visita diversas ciudades españolas: Madrid, Barcelona, Córdoba, Sevilla, Granada, Murcia, Valencia. Todas ellas prenden en su mirada, todas se transforman en nuevos regalos para nuestros ojos: Ramón Gaya, Torres de la Alhambra, 1991 He dejado, con gusto, hablar a Gaya porque sus palabras valen más que las mías. Mirad, por ejemplo, lo que nos indica acerca de cómo debemos acercarnos al arte –no solo al arte, pienso, sino a todo, en realidad-: con inocencia, con “una especie de ignorancia viva, positiva, limpia, esa ignorancia que es sin duda un último reducto de la sabiduría primera, es decir, de la única sabiduría existente”. Y también nos explica que “el arte no es otra cosa, no puede ser otra cosa que vida, carne viva”. Gracias por decir todo esto, Ramón Gaya, gracias por decirlo y por pintarlo. Ramón Gaya, Tejados de Madrid, 1961
Ramón Gaya (1910-2005) Pasé a menudo por delante del edificio donde Ramón Gaya tenía su estudio en Valencia, lo hice también, en alguna ocasión, por el que mantenía en Roma, pero yo aún no sabía que en esas casas no cesaba de producirse el milagro que es la pintura de Gaya. Cuando lo supe, nada cambió más allá de mi arrobo: podéis imaginar que no era yo capaz de presentarme así, por las buenas, y decirle: “señor, le admiro”. ¡Y cuánto le admiraba vivo, cuánto le admiro! Tanto que, al empezar a escribir sobre este artista, me he dado cuenta de que no puedo encerrar en un solo texto la emoción que suscita en mí. Así que, ¿por dónde empezar? ¿Por sus homenajes a otros grandes artistas, por sus naturalezas tan vivas que es imposible llamarlas muertas, por sus retratos, sus paisajes….? ¿Por dónde? Por sus ciudades, decido de pronto. Empezaremos con sus ciudades y, en otro momento, nos regocijaremos con otras de sus obras: porque, os lo aseguro, hay una dicha incontenible en su arte. Ramón Gaya, Los jardines de Monforte en Valencia, 1976 He hablado de milagro porque es la palabra exacta. Todo en él es milagro: el cristal, la flor, la fruta, es estallido de luz, la carne es caricia, el sol, la lluvia, el cielo, el agua, son, como sus ciudades, lugares de donde no se quiere regresar. Hay un prodigio de sensualidad, profunda y delicada, en la obra de Gaya. Y hay prodigio, también, en la transmutación de las diversas técnicas pictóricas que utiliza, ese modo en que óleo, acuarela, gouache, pastel, se transfiguran y, a menudo, asombran al observador. Pero, si os parece, emprendamos ya el viaje con Ramón Gaya. Ramón Gaya, El Nilo, 1998 Gaya vivió exiliado en México durante muchos años. En 1952, visitó Europa y, a lo largo del año, estuvo en París, Venecia, Florencia y Roma. Fue solo el primero de una serie de retornos e incluso, como sucederá en el caso de Roma, de permanencias. Ramón Gaya, Merendero de Chapultepec, 1947 Ramón Gaya, Veracruz al atardecer, 1949 Ramón Gaya, El merendero por la mañana, 1949 Gaya, que como escritor es también asombroso, nos ofrece en sus libros reflexiones exactas y sugerentes sobre el arte, los artistas, las ciudades y lugares que visita. Sobre París, una ciudad que visitó también siendo muy joven, antes de la guerra y el exilio, las alusiones son, en la mayor parte de los casos, museísticas. París es arte, son museos, son exposiciones y es también mercado del arte, escaparate. Ramón Gaya, Hindú en el Louvre, 1958 En Montmartre, al atardecer -¡los atardeceres de Gaya!- irrumpe la nota íntima: “La noche no era allí algo que cae, sino que sube, que brota de la ciudad con una lentitud implacable, hambrienta, y percibí, de pronto, un silencio descomunal -un silencio que había olvidado-, un silencio tan grande que no excluye los ruidos, que no necesita excluir los ruidos, puesto que los rebasa y, más fuerte que ellos, parece como si los acogiera para demostrarnos que no son nadie”. Ramón Gaya, Desde Montmartre, 1953 En París pinta el Sena y a los pintores que lo pintan, pinta sus puentes. Los ríos –el Arno, el Tíber, el Sena, el Nilo- discurren con frecuencia por la sensibilidad y la obra de Gaya. Ramón Gaya, Otoño en París, 1956 Ramón Gaya, Invierno en París, 1956 Ramón Gaya, Pintores en el Sena Ramón Gaya, Puente en París, 1958 Ramón Gaya, Punta de La Cité, 1978 Italia es también el arte: ¿cómo podría ser de otra manera? Pero es, asimismo, el deslumbramiento, es Gaya en carne viva, es darse de cara con la realidad, una realidad que para los italianos, descubre entonces, por dura que sea “significará siempre un esplendor”. Es una realidad descarada, pura carne, como en Roma, puro espíritu, como en Florencia, pura alma, como en Venecia. “Pero ese descaro de lo real –nos cuenta, desde Venecia- iba a encontrarlo, después, en muchas otras cosas, en las plazas, en las ruinas, en las iglesias, en los cuadros; porque Italia, en definitiva, es eso: un atrevimiento”. Ramón Gaya, Castel Sant´Angelo, 1979 Ramón Gaya, Paraguas en el Puente de la Academia, 1955 Os cuento algo personal, acerca de la emoción que me produce este artista: Gaya consigue expresar no solo a través de su arte, algo para mí inaccesible, sino a través de sus palabras, mis sensaciones, mi modo de relacionarme con lo real. Consigue plasmar con su escritura lo que no alcanzo a expresar como hace él, y entonces callo, llena de gratitud. Ramón Gaya, La Pietá, Venecia, 1981 En la habitación de su hotel en Venecia, por ejemplo, penetra el sonido de las campanas, “un campaneo extenso, romo, limado, que no parecía sonido, que no era sonido, sino paisaje, carnosidad de paisaje, una carnosidad cegada, nacarada, marina, y todo el cuarto pareció llenarse, inundarse de exterior”. Al leerle, recuerdo otra habitación de otro hotel, en otra ciudad: un cuarto que el tañer de unas campanas colmó de música y, como dice, de exterior, de un paisaje carnal que me obligó a bailar. ¡Bailar campanas! “Yo no había venido a visitar esta ciudad, sino a tocarla”, escribe también, y al leer esas frases, exclamo: ¡exacto! Ramón Gaya, Venecia. San Giorgio desde la ventana, 1978 Ramón Gaya, Palazzo Ducale, 1953 Ante la Piazza y la Piazzeta, Gaya comprende que “esas dos plazas no eran láminas de arquitectura, lecciones, ejemplos secos, objetos de museo, sino dos seres vivos, dos seres que están allí, de pie, temerariamente, no para coincidir con nuestras leyes o nuestras razones, sino para sumarnos a su vida, para enamorarnos, para hechizarnos, para vencernos si fuera preciso”. Ramón Gaya, La Piazzeta, Venecia (San Marco y el Ducale), 1953 Ramón Gaya, La Piazzeta, Venecia (San Marco y el Ducale), 1953 De Roma, ya lo vimos cuando la visitamos en el otoño pasado, Gaya destaca su corporeidad, “muy cierta, incluso insolente”, una corporeidad que “no excluye misterio ni secreto interiores”. Ramón Gaya, Atardecer en el Foro, 1952 Ramón Gaya, Coliseo, 1956 Ramón Gaya, Atardecer romano, 1956 Ramón Gaya, El Foro con lluvia, 1956 Y añade: “Hay algo muy ciego en lo romano -puesto que es carne-, algo muy espeso, insensible, sin salida, sin salvación, o sea, como irremediablemente... feliz”. Ramón Gaya, El Palatino, 1958 Ramón Gaya, Circo Massimo, 1958 Ramón Gaya, El Tíber, 1971 El atardecer, el río. Tras contemplar el ocaso junto al Tíber, Gaya escribe: “Es inmensa; esta carnosa y sustanciosa belleza es siempre inmensa, descomunal; es casi como un monstruo, y claro, de una fuerza arrolladora, inundadora. Cuando la belleza pasa de no estar aún presente a estarlo ya, es decir, cuando nos topamos de cara con su ser, con su ser entero, de cuerpo entero, se diría que algo -algo que ignoramos- nos ha sucedido en nuestra carne o en nuestra... alma; no es propiamente que de no verla se pase de pronto a verla y nos pueda entonces sorprender, anonadar, asustar, enamorar, apasionar, aprisionar, sino como si de no estar todavía se pasara, más aún que a estar ella, a no estar nosotros, ya que casi nos borra, casi nos suprime. La belleza nos arrastra, diríamos, hacia una orilla extrema, última, de nosotros mismos, y nos deja allí, en ese borde difícil, como desprovistos y desasistidos, sin saber qué hacer, sin tener qué hacer”. Ramón Gaya, Los baños del Tíber, 1971 Gaya también nos acompañó en nuestro viaje a Florencia, ¿os acordáis? Ramón Gaya, Florencia desde Boboli Ramón Gaya, Florencia desde la ventana, 1994 “Hemos correteado, de pasmo en pasmo, todo el día. En Florencia, desde el primer momento, se percibe muy bien su voluntariedad y su laboriosidad magistrales. Estamos en pleno delirio de perfección; aquí todo ha sido llevado a cabo con una mezcla de inspirada osadía y ciencia pura –aunque flexible también–, una ciencia que supiera, en el momento justo, renunciar a su terquedad de ciencia y ceder a una especie de… gracia. El simple trazado de un púlpito, o de una cantoría, o de una cornisa, o de un pedestal, o de un pozo, viene a ser aquí, por una parte, como la imposición de una ley, y por otra, como el dibujo de un capricho, casi de una locura, aunque… armoniosa”. Ramón Gaya, Florencia desde la ventana, 1991 Y en Florencia, claro, el Arno, en Florencia sus puentes y, entre ellos, Ponte Vecchio. Ramón Gaya, Ponte Vecchio, 1962 Ramón Gaya, Ponte Vecchio, 1989 Ramón Gaya, En el Retiro, 1976 ¿Y España? Vuelve a ella por primera vez en 1960: concluye así su exilio mexicano. A partir de ese momento, visita diversas ciudades españolas: Madrid, Barcelona, Córdoba, Sevilla, Granada, Murcia, Valencia. Todas ellas prenden en su mirada, todas se transforman en nuevos regalos para nuestros ojos: Ramón Gaya, Torres de la Alhambra, 1991 He dejado, con gusto, hablar a Gaya porque sus palabras valen más que las mías. Mirad, por ejemplo, lo que nos indica acerca de cómo debemos acercarnos al arte –no solo al arte, pienso, sino a todo, en realidad-: con inocencia, con “una especie de ignorancia viva, positiva, limpia, esa ignorancia que es sin duda un último reducto de la sabiduría primera, es decir, de la única sabiduría existente”. Y también nos explica que “el arte no es otra cosa, no puede ser otra cosa que vida, carne viva”. Gracias por decir todo esto, Ramón Gaya, gracias por decirlo y por pintarlo. Ramón Gaya, Tejados de Madrid, 1961
El pintor murciano Ramón Gaya publicó en los años 30 y posteriormente en los 60, una serie de ilustraciones en la revista Blanco y Negro y en el periódico ABC. Ahora, 20 de esos dibujos
Lavandera en el Tajo. Ramón Gaya. 1961. Gouache-papel, 31x42 Lavandera. Ramón Gaya. 1962. Gouache sobre papel. 49 x 65 cm. Colección particular. Valencia Lavandera. Ramón Gaya. 1972. Óleo sobre lienzo. 35 x 39 cm. Colección particular. Barcelona
Ramón Gaya (1910-2005) Pasé a menudo por delante del edificio donde Ramón Gaya tenía su estudio en Valencia, lo hice también, en alguna ocasión, por el que mantenía en Roma, pero yo aún no sabía que en esas casas no cesaba de producirse el milagro que es la pintura de Gaya. Cuando lo supe, nada cambió más allá de mi arrobo: podéis imaginar que no era yo capaz de presentarme así, por las buenas, y decirle: “señor, le admiro”. ¡Y cuánto le admiraba vivo, cuánto le admiro! Tanto que, al empezar a escribir sobre este artista, me he dado cuenta de que no puedo encerrar en un solo texto la emoción que suscita en mí. Así que, ¿por dónde empezar? ¿Por sus homenajes a otros grandes artistas, por sus naturalezas tan vivas que es imposible llamarlas muertas, por sus retratos, sus paisajes….? ¿Por dónde? Por sus ciudades, decido de pronto. Empezaremos con sus ciudades y, en otro momento, nos regocijaremos con otras de sus obras: porque, os lo aseguro, hay una dicha incontenible en su arte. Ramón Gaya, Los jardines de Monforte en Valencia, 1976 He hablado de milagro porque es la palabra exacta. Todo en él es milagro: el cristal, la flor, la fruta, es estallido de luz, la carne es caricia, el sol, la lluvia, el cielo, el agua, son, como sus ciudades, lugares de donde no se quiere regresar. Hay un prodigio de sensualidad, profunda y delicada, en la obra de Gaya. Y hay prodigio, también, en la transmutación de las diversas técnicas pictóricas que utiliza, ese modo en que óleo, acuarela, gouache, pastel, se transfiguran y, a menudo, asombran al observador. Pero, si os parece, emprendamos ya el viaje con Ramón Gaya. Ramón Gaya, El Nilo, 1998 Gaya vivió exiliado en México durante muchos años. En 1952, visitó Europa y, a lo largo del año, estuvo en París, Venecia, Florencia y Roma. Fue solo el primero de una serie de retornos e incluso, como sucederá en el caso de Roma, de permanencias. Ramón Gaya, Merendero de Chapultepec, 1947 Ramón Gaya, Veracruz al atardecer, 1949 Ramón Gaya, El merendero por la mañana, 1949 Gaya, que como escritor es también asombroso, nos ofrece en sus libros reflexiones exactas y sugerentes sobre el arte, los artistas, las ciudades y lugares que visita. Sobre París, una ciudad que visitó también siendo muy joven, antes de la guerra y el exilio, las alusiones son, en la mayor parte de los casos, museísticas. París es arte, son museos, son exposiciones y es también mercado del arte, escaparate. Ramón Gaya, Hindú en el Louvre, 1958 En Montmartre, al atardecer -¡los atardeceres de Gaya!- irrumpe la nota íntima: “La noche no era allí algo que cae, sino que sube, que brota de la ciudad con una lentitud implacable, hambrienta, y percibí, de pronto, un silencio descomunal -un silencio que había olvidado-, un silencio tan grande que no excluye los ruidos, que no necesita excluir los ruidos, puesto que los rebasa y, más fuerte que ellos, parece como si los acogiera para demostrarnos que no son nadie”. Ramón Gaya, Desde Montmartre, 1953 En París pinta el Sena y a los pintores que lo pintan, pinta sus puentes. Los ríos –el Arno, el Tíber, el Sena, el Nilo- discurren con frecuencia por la sensibilidad y la obra de Gaya. Ramón Gaya, Otoño en París, 1956 Ramón Gaya, Invierno en París, 1956 Ramón Gaya, Pintores en el Sena Ramón Gaya, Puente en París, 1958 Ramón Gaya, Punta de La Cité, 1978 Italia es también el arte: ¿cómo podría ser de otra manera? Pero es, asimismo, el deslumbramiento, es Gaya en carne viva, es darse de cara con la realidad, una realidad que para los italianos, descubre entonces, por dura que sea “significará siempre un esplendor”. Es una realidad descarada, pura carne, como en Roma, puro espíritu, como en Florencia, pura alma, como en Venecia. “Pero ese descaro de lo real –nos cuenta, desde Venecia- iba a encontrarlo, después, en muchas otras cosas, en las plazas, en las ruinas, en las iglesias, en los cuadros; porque Italia, en definitiva, es eso: un atrevimiento”. Ramón Gaya, Castel Sant´Angelo, 1979 Ramón Gaya, Paraguas en el Puente de la Academia, 1955 Os cuento algo personal, acerca de la emoción que me produce este artista: Gaya consigue expresar no solo a través de su arte, algo para mí inaccesible, sino a través de sus palabras, mis sensaciones, mi modo de relacionarme con lo real. Consigue plasmar con su escritura lo que no alcanzo a expresar como hace él, y entonces callo, llena de gratitud. Ramón Gaya, La Pietá, Venecia, 1981 En la habitación de su hotel en Venecia, por ejemplo, penetra el sonido de las campanas, “un campaneo extenso, romo, limado, que no parecía sonido, que no era sonido, sino paisaje, carnosidad de paisaje, una carnosidad cegada, nacarada, marina, y todo el cuarto pareció llenarse, inundarse de exterior”. Al leerle, recuerdo otra habitación de otro hotel, en otra ciudad: un cuarto que el tañer de unas campanas colmó de música y, como dice, de exterior, de un paisaje carnal que me obligó a bailar. ¡Bailar campanas! “Yo no había venido a visitar esta ciudad, sino a tocarla”, escribe también, y al leer esas frases, exclamo: ¡exacto! Ramón Gaya, Venecia. San Giorgio desde la ventana, 1978 Ramón Gaya, Palazzo Ducale, 1953 Ante la Piazza y la Piazzeta, Gaya comprende que “esas dos plazas no eran láminas de arquitectura, lecciones, ejemplos secos, objetos de museo, sino dos seres vivos, dos seres que están allí, de pie, temerariamente, no para coincidir con nuestras leyes o nuestras razones, sino para sumarnos a su vida, para enamorarnos, para hechizarnos, para vencernos si fuera preciso”. Ramón Gaya, La Piazzeta, Venecia (San Marco y el Ducale), 1953 Ramón Gaya, La Piazzeta, Venecia (San Marco y el Ducale), 1953 De Roma, ya lo vimos cuando la visitamos en el otoño pasado, Gaya destaca su corporeidad, “muy cierta, incluso insolente”, una corporeidad que “no excluye misterio ni secreto interiores”. Ramón Gaya, Atardecer en el Foro, 1952 Ramón Gaya, Coliseo, 1956 Ramón Gaya, Atardecer romano, 1956 Ramón Gaya, El Foro con lluvia, 1956 Y añade: “Hay algo muy ciego en lo romano -puesto que es carne-, algo muy espeso, insensible, sin salida, sin salvación, o sea, como irremediablemente... feliz”. Ramón Gaya, El Palatino, 1958 Ramón Gaya, Circo Massimo, 1958 Ramón Gaya, El Tíber, 1971 El atardecer, el río. Tras contemplar el ocaso junto al Tíber, Gaya escribe: “Es inmensa; esta carnosa y sustanciosa belleza es siempre inmensa, descomunal; es casi como un monstruo, y claro, de una fuerza arrolladora, inundadora. Cuando la belleza pasa de no estar aún presente a estarlo ya, es decir, cuando nos topamos de cara con su ser, con su ser entero, de cuerpo entero, se diría que algo -algo que ignoramos- nos ha sucedido en nuestra carne o en nuestra... alma; no es propiamente que de no verla se pase de pronto a verla y nos pueda entonces sorprender, anonadar, asustar, enamorar, apasionar, aprisionar, sino como si de no estar todavía se pasara, más aún que a estar ella, a no estar nosotros, ya que casi nos borra, casi nos suprime. La belleza nos arrastra, diríamos, hacia una orilla extrema, última, de nosotros mismos, y nos deja allí, en ese borde difícil, como desprovistos y desasistidos, sin saber qué hacer, sin tener qué hacer”. Ramón Gaya, Los baños del Tíber, 1971 Gaya también nos acompañó en nuestro viaje a Florencia, ¿os acordáis? Ramón Gaya, Florencia desde Boboli Ramón Gaya, Florencia desde la ventana, 1994 “Hemos correteado, de pasmo en pasmo, todo el día. En Florencia, desde el primer momento, se percibe muy bien su voluntariedad y su laboriosidad magistrales. Estamos en pleno delirio de perfección; aquí todo ha sido llevado a cabo con una mezcla de inspirada osadía y ciencia pura –aunque flexible también–, una ciencia que supiera, en el momento justo, renunciar a su terquedad de ciencia y ceder a una especie de… gracia. El simple trazado de un púlpito, o de una cantoría, o de una cornisa, o de un pedestal, o de un pozo, viene a ser aquí, por una parte, como la imposición de una ley, y por otra, como el dibujo de un capricho, casi de una locura, aunque… armoniosa”. Ramón Gaya, Florencia desde la ventana, 1991 Y en Florencia, claro, el Arno, en Florencia sus puentes y, entre ellos, Ponte Vecchio. Ramón Gaya, Ponte Vecchio, 1962 Ramón Gaya, Ponte Vecchio, 1989 Ramón Gaya, En el Retiro, 1976 ¿Y España? Vuelve a ella por primera vez en 1960: concluye así su exilio mexicano. A partir de ese momento, visita diversas ciudades españolas: Madrid, Barcelona, Córdoba, Sevilla, Granada, Murcia, Valencia. Todas ellas prenden en su mirada, todas se transforman en nuevos regalos para nuestros ojos: Ramón Gaya, Torres de la Alhambra, 1991 He dejado, con gusto, hablar a Gaya porque sus palabras valen más que las mías. Mirad, por ejemplo, lo que nos indica acerca de cómo debemos acercarnos al arte –no solo al arte, pienso, sino a todo, en realidad-: con inocencia, con “una especie de ignorancia viva, positiva, limpia, esa ignorancia que es sin duda un último reducto de la sabiduría primera, es decir, de la única sabiduría existente”. Y también nos explica que “el arte no es otra cosa, no puede ser otra cosa que vida, carne viva”. Gracias por decir todo esto, Ramón Gaya, gracias por decirlo y por pintarlo. Ramón Gaya, Tejados de Madrid, 1961
(Т:гуашь,пастель,масло) Espejo y flor, 1939,gouache sobre papel +5 Château de Cardesse,1939 gouache Café Florian,1978 ,pastel La lámpara. Mi cama reflejada en el espejo,1953, oleo *** Hindú en el Louvre,1958,oleo Los visitantes (En el Prado)1978,gouache