A la hora de escoger esposa para su sucesor, el futuro Pedro III, la zarina Isabel no tuvo visión de futuro. Buscó a la hija de un príncipe insignificante, Sofía, para que su familia no se inmiscuyera en los asuntos del Imperio. No imaginaba que esa joven alemana, convertida en Catalina tras bautizarse por el rito ortodoxo, iba a rusificarse y desplazar del trono a su marido, un hombre a quien su país nunca le gustó.