Carlos V retratado por Tiziano; así se le describe en la parte II ¡Qué poesías nos hacían aprender antes en el colegio! Sí, antes de la LOGSE, en los colegios españoles era habitual hasta los años 80 obligar a los niños a aprenderse de memoria largas poesías. Una costumbre que luego se desterró completamente de los colegios, cosa que sinceramente me parece un error. Sin exagerar, porque es verdad que todos los extremos son malos, y sin que el memorizar sea la base de la educación, viene bien como complemento aprenderse algunas cosas, por ejemplo poemas. En primer lugar, porque la memoria puede ejercitarse como un músculo hasta llegar a retener enormes cantidades de datos, y ejercitarla un poco no viene nada mal porque a veces puede ser muy útil. En segundo lugar, porque el ritmo de la poesía se adapta muy bien a la memoria, y es algo que puebla nuestros recuerdos de literatura durante años. Hay poemas aprendidos en la escuela que se recuerdan toda la vida. Por ejemplo, éste que es uno de mis favoritos, «Un castellano leal» del Duque de Rivas. Hay estrofas muy buenas, en las que el verso fluye con mucha naturalidad y nos habla de algo que según parece forma parte, para bien y para mal, de nuestra forma de ser colectiva: el sentido del honor caballereso. En el extranjero la expresión un «caballero español», tiene un significado especial. Está basado en hecho históricos y lo que cuenta resulta extremadamente curioso. En tiempos de Carlos I de España y V de Alemania, el gran Emperador, España ganó la batalla de Pavía (1525) frente al ejército francés gracias, en buena medida, a que el Duque de Borbón traicionó al rey de Francia y se pasó al bando español. Después de eso, Carlos V recibió la visita del Duque de Borbón y le pidió que le alojase en su palacio a uno de sus hombres más leales, el Conde de Benavente. Pero el conde era todo un carácter aunque tenía ya setenta años. Había luchado a favor de Isabel la Católica, al lado del emperador Carlos en Villalar, había rechazado nada menos que el Toisón de Oro por ser una condecoraciòn extranjera y como era Grande de España, tenía el privilegio de permanecer con la cabeza cubierta en presencia del rey. Era un hombre de honor y no podía soportar la idea de mancillar los muros de su morada con la presencia de un traidor. Pero por otro lado le debía obediencia a su rey ¿Cómo resolver el dilema? Para saberlo váis a tener que leer el romance. Un castellano leal I Hola, hidalgos y escuderos de mi alcurnia y mi blasón, mirad, como bien nacidos, de mi sangre y casa en pro. Esas puertas se defiendan, que no ha de entrar ¡vive Dios! por ellas, quien no estuviere más limpio que lo está el Sol. No profane mi palacio un fementido traidor que contra su rey combate y que a su patria vendió. Pues si él es de reyes primo, primo de reyes soy yo, y conde de Benavente si él es duque de Borbón, llevándole de ventaja que nunca jamás manchó la traición mi noble sangre, y haber nacido español. Así atronaba la calle una ya cascada voz, que de un palacio salía cuya puerta se cerró, y a la que estaba a caballo, sobre un negro pisador, (siendo en su escudo las lises más bien que timbre, baldón; y de pajes y escuderos llevando un tropel en pos, cubiertos de ricas galas), el gran duque de Borbón, el que lidiando en Pavía más que valiente, feroz, gozóse en ver prisionero a su natural señor, y que a Toledo ha venido ufano de su traición, para recibir mercedes, y ver al Emperador. II En una anchurosa cuadra del alcázar de Toledo, cuyas paredes adornan ricos tapices flamencos, al lado de una gran mesa que cubre de terciopelo napolitano tapete con borlones de oro y flecos, ante un sillón de respaldo que entre bordado arabesco los timbres de España ostenta y el águila del Imperio, de pie estaba Carlos Quinto que en España era Primero, con gallardo y noble talle, con noble y tranquilo aspecto. De brocado de oro y blanco viste tabardo tudesco, de rubias martas orlado, y desabrochado y suelto, dejando ver un justillo de raso jalde, cubierto con primorosos bordados y costosos sobrepuestos, y la excelsa y noble insignia del Toisón de Oro pendiendo de una preciosa cadena en la mitad de su pecho. Un birrete de velludo con un blanco airón, sujeto por un joyel de diamantes y un antiguo camafeo descubre por ambos lados, tanta majestad cubriendo, rubio, cual barba y bigote bien atusado el cabello. Apoyada en la cadera la potente diestra ha puesto, que aprieta dos guantes de ámbar y un primoroso mosquero, y con la siniestra halaga, de un mastín muy corpulento, blanco, y las orejas rubias, el ancho y carnoso cuello. Con el Condestable insigne, apaciguador del reino, de los pasados disturbios acaso está discurriendo; o del trato que dispone con el rey de Francia, preso, o de asuntos de Alemania, agitada por Lutero, cuando un tropel de caballos oye venir, a lo lejos, y ante el alcázar pararse, quedando todo en silencio. En la antecámara suena rumor impensado luego, ábrese al fin la mampara y entra el de Borbón soberbio con el semblante de azufre y con los ojos de fuego, bramando de ira y de rabia que enfrena mal el respeto, y con balbuciente lengua y con mal borrado ceño, acusa al de Benavente, un desagravio pidiendo. Del español Condestable latió con orgullo el pecho, ufano de la entereza de su esclarecido deudo y, aunque advertido procura disimular cual discreto, a su noble rostro asoman la aprobación y el contento. El Emperador un punto quedó indeciso y suspenso, sin saber qué responderle al francés, de enojo ciego. Y, aunque en su interior se goza con el proceder violento del conde de Benavente, de altas esperanzas lleno por tener tales vasallos, de noble lealtad modelos, y con los que el ancho mundo será a sus glorias estrecho, mucho al de Borbón le debe y es fuerza satisfacerlo, le ofrece para calmarlo un desagravio completo. Y llamando a un gentilhombre, con el semblante severo manda que el de Benavente venga a su presencia presto. III Sostenido por sus pajes desciende de su litera el conde de Benavente del alcázar a la puerta. Era un viejo respetable, cuerpo enjuto, cara seca, con dos ojos como chispas, cargados de largas cejas y con semblante muy noble, mas de gravedad tan seria, que veneración de lejos y miedo causa de cerca. Eran su traje unas calzas de púrpura de Valencia, y de recamado ante un coleto a la leonesa. De fino lienzo gallego los puños y la gorguera, unos y otra guarnecidos con randas barcelonesas. Un birretón de velludo con su cintillo de perlas, y el gabán de paño verde con alamares de seda. Tan sólo de Calatrava la insignia española lleva, que el Toisón ha despreciado por ser orden extranjera. Con paso tardo, aunque firme, sube por las escaleras y, al verle, las alabardas un golpe dan en la tierra, golpe de honor y de aviso de que en el alcázar entra un grande, a quien se le debe todo honor y reverencia. Al llegar a la antesala, los pajes que están en ella con respeto le saludan abriendo las anchas puertas. Con grave paso entra el conde sin que otro aviso preceda, salones atravesando hasta la cámara regia. Pensativo está el monarca, discurriendo cómo pueda componer aquel disturbio sin hacer a nadie ofensa. Mucho al de Borbón le debe aún mucho más de él espera, y al de Benavente mucho considerar le interesa. Dilación no admite el caso, no hay quien dar consejo pueda, y Villalar y Pavía a un tiempo se le recuerdan. En el sillón asentado, y el codo sobre la mesa, al personaje recibe que comedido se acerca. Grave el Conde le saluda con una rodilla en tierra, mas como Grande del reino sin descubrir la cabeza. El Emperador, benigno, que alce del suelo le ordena, y la plática difícil con sagacidad empieza. Y entre severo y afable, al cabo le manifiesta, que es el que a Borbón aloje voluntad suya resuelta. Con respeto muy profundo, pero con la voz entera, respóndele Benavente destocando la cabeza: Soy, señor, vuestro vasallo, vos sois mi rey en la Tierra, a vos ordenar os cumple de mi vida y de mi hacienda. Vuestro soy, vuestra mi casa, de mí disponed y de ella, pero no toquéis mi honra y respetad mi conciencia. Mi casa Borbón ocupe puesto que es voluntad vuestra, contamine sus paredes, sus blasones envilezca, que a mí me sobra en Toledo donde vivir, sin que tenga que rozarme con traidores cuyo solo aliento infesta. Y en cuanto él deje mi casa, antes de tornar yo a ella, purificaré con fuego sus paredes y sus puertas. dijo el Conde, la real mano besó, cubrió su cabeza, y retiróse bajando a do estaba su litera. Y a casa de un su pariente mandó que le condujeran, abandonando la suya con cuanto dentro se encierra. Quedó absorto Carlos Quinto de ver tan noble firmeza, estimando la de España más que la imperial diadema. IV Muy pocos días el Duque hizo mansión en Toledo, del noble Conde ocupando los honrados aposentos. Y la noche en que el palacio dejó vacío, partiendo con su séquito y sus pajes orgulloso y satisfecho, turbó la apacible Luna un vapor blanco y espeso, que de las altas techumbres se iba elevando y creciendo. A poco rato tornóse en humo confuso y denso, que en nubarrones oscuros ofuscaba el claro cielo; después en ardientes chispas, y en un resplandor horrendo que iluminaba los valles, dando en el Tajo reflejos; y al fin su furor mostrando en embravecido incendio, que devoraba altas torres y derrumbaba altos techos. Resonaron las campanas, conmovióse todo el pueblo, de Benavente el palacio presa de las llamas viendo. El Emperador confuso corre a procurar remedio, en atajar tanto daño mostrando tenaz empeño. En vano todo: tragóse tantas riquezas el fuego, a la lealtad castellana levantando un monumento. Aun hoy unos viejos muros del humo y las llamas negros, recuerdan acción tan grande en la famosa Toledo. Ángel de Saavedra, Duque de Rivas (Córdoba, 1791-1865) fué casi de todo: escritor, dramaturgo, poeta, pintor, político y llegó a ser alcalde de Madrid, ministro y Presidente del Gobierno. Es una de las figuras clave del romantcismo español, autor del famoso drama «Don Álvaro o la fuerza del sino». Tambien fué presidente de la Real Academia Española y del Ateneo de Madrid. Ángel de Saavedra, Duque de Rivas, pintado por Federico Madrazo en 1835 Publicado por Antonio F. Rodríguez.